Llevo rato disfrutando de una percepción, me siento transportado a otro tiempo, a un resquicio de un ayer lleno de esplendor rezumando por doquier, enfrascado en una titánica lucha contra una decadente presencia en todo lo que rodea este majestuoso paisaje.
Una extraña sensación me embarga mientras espero los minutos que faltan para que arranque desde su fin de vía el Canfranero. Mas allá de donde está parado, desde su llegada a media mañana, en su único viaje diario desde la capital, la vía colecciona óxidos y abandonos, montada sonre vetustas vigas ajadas y desgastadas por las difíciles inclemencias meteorológicas del lugar.
Como si el único vagón que lo comfigura supiera que mas arriba antiguos fantasmas del pasado le impiden abrirse paso hacia el otro lado de las montañas, nada mas llegar a la estación el Canfranero se obliga dejar de mirar al frente, a desviar la mirada hacia el otro lado, quizás una añoranza llena de tristeza le aconseja no hurgar en el negro túnel que se abre a pocos metros de sus ruedas.
Estoy sentado sólo en uno de los tres compartimientos que configuran el único vagón-tren-convoy del canfranero, veo un matrimonio de jubilados excursionistas en el compartimiento delantero, hablando cordialmente con el privilegiado y poco estresado maquinista. Aún tengo en la retina bien presente la mirada casi de asombro al verme llegar del empleado de la descuidada oficina, preguntando por el despacho de billetes. Le leí el pensamiento: ¡Un cliente!, le sonreí con amabilidad agradeciéndole el trato.
Los minutos se hacen larguísimos, el fuerte calor de julio cae imponente y sin piedad sobre el valle, dando su luminosidad una sensación de estar en un sitio muy peculiar, donde la silueta majestuosa de la vetusta y ya medio restaurada estación internacional de Canfranc resalta enmarcada por el espléndido colorido verdoso, muestrario inigualable del esplendor de la naturaleza rezumando en la ladera de la imponente montaña que la cobija. Los imponentes abetos, situados en difíciles equilibrios en la montaña, son y han sido en sus sucesivas generaciones los testigos mudos de todas las historias y emociones que han transitado por la estación durante muchos años. Coronando su cima como inmensa corona unas preciosas nubes de evolución diurna, inmensas montañas de algodones de azúcar dando una mayor altitud a la imponente estampa, buscan salir con voluptuosidad en la foto enmarcada por el espléndido cielo azul.
Adivino su esplendor en otras épocas, imagino escenas en que la gente abarrotaba sus andenes, hombres, mujeres, niños, ancianos esperando ir a un mundo mejor, lejos quizás de misérias endémicas, de luchas de poder; víctimas muchos de la injusticia humana, de la estupidez en que caemos cuando pretendemos dictar el bien de unos a costa de otros.
Sorprende tanta estación en un lugar como éste, es como un muestrario de cosas que no acabaron bien, un error de despilfarro en el que tanta inversión y fastuosidad se han convertido con el tiempo en un triste monumento a la inoperáncia humana.
El Canfranero, (no se qué es que no me deja llamarlo simplemente tren), arranca motores, como si necesitara calentarlos para poder comenzar con garantías el trayecto valle abajo. Es la primera vez que me subo, he decidido por cuestiones que no vienen al caso subir en autobus a la estación y experimentar el viaje de bajada; quizás una escondida aprensión por su fama que lo acompaña de diversos descarrilamientos, producto de las desgastadas condiciones físicas de su trazado. Sobre esto reflexiono mientras espero los últimos minutos antes de la hora señalada para la salida, mientas me deleito observando como se han adueñado de la majestuosa estación infinidad de aves, que entran y salen, de los pocos orificios que no han conseguido taponar en la multitud de puertas y ventanales que la configuran. Son sus únicos usuarios, transformados en inquilinos de lujo de la estación, revolotean encima de las marquesinas destapadas como si se dispusieran a dar el toque de pito al tren que está a punto de partir, como obligándose a despedirse por si algún caso esta vez fuera la última vez que lo ven partir.
Ya no quedan muchas estaciones en uso con los raíles oxidados y desgastados por la lluvía, la nieve y el sol como ésta. Aun resisten firmemente apoyados por oxidados tornillos a antiquísimas y recias vigas de roble, totalmente ajadas por el paso de los años y de las difíciles condiciones del valle. Multitud de plantas han crecido por doquier, mostrando orgullosas con sus flores el triunfo de la naturaleza sobre la obstinación humana; muchas de ellas retando al hierro rodante en un pulso desigual, como reinvidicando su espacio natural ante tanto despropósito y desuso endémico.
Puntual a las cinco y venticinco de la tarde como si de una exigente y competitiva línea regular se tratara, reivindicándose a sí mismo, arranca con un ligero crujido de hierros, lentamente empieza a recorrer los primeros metros, delante de la gran estación abandonada; los raíles mas cercanos a ella permanecen semienterrados en gravas y multitud de plantas, mostrando su inoperancia al mundo que lo quiera ver.
El Canfranero, tren de un único vagón, con nombre casi mítico, como si de un antíguo bandolero de las serranías se tratara, es el superviviente heróico de esta batalla que lídia el progreso contra si mismo, luchando contra el tiempo, también contra los avances de la civilización; peleando contra todos, contra el dinero que no gana, contra el progreso que unos esgrimen como estandarte en lid con la memoría que un día no muy lejano fué y ya no es este lugar.
En su lento arranque noto el esfuerzo que le supone abandonar este sitio priviliegiado, aunque esté medio abandonado, sabe que sólo lo es en apariencia, multitud de presencias y esencias lo protegen en su ausencia, sabedoras que al día siguiente fiel a su cita diaria volverá aparecer por el oscuro túnel que antecede la estación, haciendo sonar su fuerte pitido característico, anunciando otra vez su vuelta a casa.
Veo en su marcha, multitud de edificios semiderruidos, depósitos de agua, atiguos almacenes, viejos hangares, todos abandonados a su suerte; también en las numerosas vías muertas que en su día configuraron un animado trasiego de trenes, observo como reposan aparcados como testimonios mudos de antiguos esplendores varios ejemplares de antiguos vagones, unos metálicos con el interior de madera, otros con todas las carcasas que los configuraron en su origen de madera; casi todos medio destruidos por las inclemencias del tiempo, por multitud de nevadas y grandes cantidades de nieve acumuladas en los largos inviernos del Pirineo, por las copiosas lluvias que caen durante todo el año, por los soleados días de los veranos; año tras año han ido arruinándose mas y mas, dando una especial postal a la estación. Ruinas férreas montadas sobre plataformas totalmente oxidadas, sarcófagos de llantos y risas de las gentes que los usaron, de las ilusiones de pequeños y grandes al sentir bajo sus pies el ruidoso traqueteo subiendo monte arriba o bajando valle abajo. Deshechos con ruedas inmóviles, solo aliviados por el precioso marco verde en que están envueltos por multitud de plantas que si no fuera por su abandono, casi los llevan a la categoría de esculturas de jardín, en medio de un universo verde que viste por doquier a todo el valle.
En su salida el Canfranero se introduce confiadamente en el primer túnel de los muchos que tiene su escarpado trayecto por la ladera del valle, hasta llegar abajo, casi a las cercanías del bullicioso Jaca. Entra y sale de cada túnel como si nos enseñara el juego de mostrar y quitar postales a cual mas bella tras cada obligado cerrar de ojos. Buscando quizá distraer nuestra atención sobre su lenta velocidad, y sobre los contínuos edificios abandonados que se ven en su trayecto mas alto.
Hago ver que no me doy cuenta de su prudente lentitud, extasiándome en las excelencias del paisaje. Se ve todo el valle a vista de águila, el rio al fondo, la carretera que lo bordea, las imponentes montañas que configuran el valle, el completo cromatismo de verdes en pleno verano... todo amenizado con el traqueteo de este peculiar Canfranero.....
Aun es saludado y despedido por los jefes de estación orgullosos de lucir sus gorras de color rojo intenso, a la vez que levantan la bandera y hacen soplar los silbatos concediéndole el privilegio de paso por sus estaciones. Así sea por muchos años.