Soy consciente de mis errores, y me responsabilizo en la medida que me es posible y en todo lo que soy capaz en cada momento de ellos.
Ahora tengo muy claro que los errores nunca son para ser castigados, si no exclusivamente para ser corregidos.
Hasta que no llegamos a este punto de claridad, nos juzgamos, nos condenamos, y peor aun, nos castigamos con hacernos creer a nosotros mismos merecedores de todas las consecuencias negativas que dichos errores han causado en nuestras vidas.
Así mismo, juzgamos a todo y a todos, criticando y condenando al resto de la humanidad a un sinfín de opiniones contrapuestas y totalmente objetivas, con el fin de intentar justificar ante nuestra esencia, la presunta superioridad de nuestro ego y sus oscuros intentos de apoderarse de nuestra voluntad, procurando confundir nuestros propios juicios personales en el océano del ego universal, e intentando que eso nos consuele y suavice nuestra culpabilidad.
Mientras estemos pendientes de todos los problemas, de todas las necesidades que nos creamos, de todos los miedos a perder cosas que suponemos que nos pertenecen, de defendernos unos de otros ante juicios de valor, críticas y opiniones siempre interesadas, mientras nuestras mentes estén ocupadas en ese sinfín de trampas que nos pone nuestro ego y que con infinidad de caóticos pensamientos nos hace entrar en un inmenso circulo vicioso en el que una idea alimenta otra en una cadena interminable, no seremos capaces de empezar a ser conscientes de nuestros errores, ni de los individuales ni de los colectivos, ni menos, por supuesto, de su correcta corrección.
Si no nos hacemos conscientes de nuestros errores y en vez de culpabilizarnos no nos responsabilizamos de ellos, en modo alguno los podremos corregir, perdiendo una oportunidad inmejorable para dar pasos hacia nuestro equilibrio interior.
